jueves, 4 de marzo de 2010

Leyendo La Celestina, I


(por Laura García Durán, 1º Bach. C)


Al amanecer, la luz del sol se filtraba por las rejillas de la persiana del gran ventanal. Los pequeños rayos del sol hacían que su pelo tomara un color anaranjado. El silencio inundaba la sala a salvo de su respiración, lenta y pausada. Unos pasos silenciosos comenzaron a acercarse a la persona soñolienta de la mesa. Tres, dos, uno… Y el reloj de la cocina comenzó a dar sus habituales campanadas demasiado ruidosas y cercanas como para encontrarse en la cocina, al otro lado de la casa. El muchacho levantó de inmediato la cabeza y pegó un bote sobre el asiento que resbaló, cayó al suelo. Una carcajada inundó la sala.
- Lucía, ¿qué se supone que haces con el reloj de la cocina? –Lucía no paraba de reírse. Entre sus manos se encontraba el dichoso reloj.
- Lo siento, Adri, estabas tan mono durmiendo que no he podido evitarlo.
- Ya, claro. Aparta eso de mí, ¿quieres? –Adrián se levantó del suelo y volvió a colocar la silla cerca de la mesa.
- Veo que te has quedado dormido otra vez mientras leías. Te dije que leyeras el libro antes pero nunca me haces caso y no es culpa mía que siempre dejes los trabajos para el final. –Adrián le hecho una mirada reprobatoria. Él sabía que ella también se había quedado hasta las tantas leyendo “La Celestina”. Abrió la gran ventana para que entrara el frescor del viento.
- La entrega del trabajo es para dentro de 4 días y aún no he terminado de leer 2 de los 4 libros enviados. Al final acabaré viéndome la película y haciendo el trabajo sobre ella. –Esta vez fue Lucia quien le dirigió la mirada.– Por cierto, ¿sabes que he soñado algo rarísimo esta noche?
- Pues como no sea con tu cara.
- ¡Ja, ja, ja! Mira qué gracia me hace. No, en serio, he soñado con que Lazarillo de Tormes y don Quijote me visitaban. –Lucía lo miró extrañada.
- No es posible, si yo he soñado con que Celestina me liaba con Don Juan.
Adrián comenzó a reír. Lucía se sonrojó y le pegó un puñetazo en el hombro.
- Hermana mía tenías que ser. – Ambos se sonrieron y empezaron a cambiarse y preparase para el instituto. Mientras que uno preparaba la mochila, la otra terminaba de arreglarse. Nada más terminar cerró la puerta y marcharon hacia el instituto.
Durante el día, comenzó a nublarse el cielo y empezó a llover pocos minutos después. Entre clase y clase, ambos hermanos se dedicaban a leer pero ese día era especial. Ambos se habían olvidado sus libros justo encima de la mesa que se encontraba cerca del gran ventanal.
Cuando llegaron a casa se encontraron la sala totalmente encharcada y los libros mojados.
- Perfecto, se te ha olvidado cerrar la ventana. Bien hecho, hermanito.
- Madre mía… los libros están completamente mojados. –Adrián se acercó a ellos. El gran libro del “Quijote” estaba completamente empantanado de agua, las letras del “Lazarillo de Tormes” se habían borrado y los otros dos libros, “Don Juan” y “La Celestina” habían corrido su misma suerte.
-Y ahora ¿qué hacemos? Tengo que terminar de leer “La Celestina” y ahora el libro está completamente destrozado ¿Cómo piensas pagármelo? –Mientras Lucía se desesperaba recogiendo el agua del suelo, Adrián intentaba secar los libros con el secador del pelo.
- Vale, perdona, pero no soy el único que vive aquí. Tú también podrías haberte acordado de cerrar la ventana. Esto no funciona –dijo, mientras golpeaba el libro contra el suelo– Me voy a la biblioteca, ¿te vienes?
Por mucho que la lluvia había cesado, la calle estaba medio inundada. Ambos hermanos no hablaron en el transcurso del camino hacia la biblioteca. La tensión que había entre ambos era palpable en el ambiente. Adrián tiró los libros en un contenedor cercano a la biblioteca y comenzó a leer nada más encontrar el libro que andaba buscando. Sin embargo, Lucía se tiró un buen rato recorriendo toda la biblioteca en busca de “La Celestina”. Su desesperación iba en aumento al igual que su enfado hacia su hermano que lo culpaba por haber destruido su libro. Cuando se dio por vencida a la décima vez que se recorrió la biblioteca se sentó en el suelo y se cruzó de brazos aguantando las lágrimas que querían salir de sus ojos. Intentaba convencerse de que sólo había sido un accidente y que el hecho de no encontrar el libro solo fuera una casualidad. Cerró los ojos y comenzó a respirar. “Expira, inspira… Expira, inspira… Cálmate, Lucía, no es para tanto”, pensaba.
- Señorita, ¿le puedo ayudar en algo? ¿Quizás necesita un guía? –Lucía abrió los ojos. Ante ella se encontraba un niño desgarbado vestido con trapos antiguos y sucios. Lucía lo miró con desconfianza al principio, pero después pensó que era solo un niño
- Quizás el que necesita ayuda eres tú, pequeño, ¿te has perdido? ¿Qué haces que estás tan sucio? –le respondió mientras se levantaba y le inspeccionaba de arriba abajo.
- Bueno sí, quizás me pueda ayudar, bella dama. Antes estaba con mi amo, un hidalgo un tanto sofisticado y patético y de repente me he encontrado con usted. Pensé que quizás era una bruja que me había echado algún tipo de encantamiento extraño. –Lucía quedó perpleja.
- ¿Perdona? ¿Que soy qué? ¿Quién demonios eres tú?
- Me llaman Lázaro González Pérez pero todo el mundo me llama Lazarillo de Tormes, porque nací en el río Tormes. Así que si es usted una bruja y no quiere que la quemen en la hoguera yo que usted me devolvía donde estaba –El niño le sonrió de oreja a oreja.
- Lazarillo… ¿Lazarillo de Tormes no? –El niño asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.– Ya claro, y yo soy Julieta Capuleto. Anda ya y vuelve con tus padres.
Lucía comenzó a caminar hacia la mesa de su hermano. Por dentro comenzó a reírse pero sus carcajadas no sonoras cesaron cuando se dio cuenta de que el niño la seguía. La muchacha comenzó a andar acelerando el paso y pronto se vio corriendo dando vueltas por toda la biblioteca. Giró varias estanterías y el niño ya se encontraba en el otro extremo. Cuando vio que el niño se despistaba, cogió un sombrero de copa de uno de los hombres que había sentado en una de las mesas y se enfundó la bufanda que, gracias a Dios, se había acordado de llevar ese día. Comenzó a andar a paso lento. Parecía que el niño ya no la seguía por lo que nada más llegar junto a su hermano, cayó rendida en la silla contigua. Este la miró extrañado.
- ¿Y ese gorro?
- No importa, lo que importa es que ya estoy a salvo.
- ¿A salvo de quién, señorita?
(continuará)